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viernes, 18 de junio de 2010

El escritor portugués José Saramago, premio Nobel de Literatura, falleció este viernes a los 87 años en la localidad de Tiaz, Islas Canarias

José Saramago venía proclamando en los últimos años la necesidad de que Portugal (su patria, lugar de sus padres) y España (su otro lugar de amor) se unieran, como un día lejano lo estuvieron. Él mismo lo había llevado a la práctica, viviendo en Lanzarote, junto a Pilar del Río, su mujer y traductora. Pero más que esa circunstancias biográficas tal unión se producía literariamente, por un fenómeno crucial: sus últimas novelas nacían en la lengua de Camões pero inmediata y se diría que simultáneamente, por esa complicidad con su traductora, estaban ya en la lengua de Cervantes. Y otra circunstancia no menor: en las ciudades españolas que visitaba, en los foros en que participaba en nuestro país, era sentido por el público lector como un abuelo de España. Saramago, sobre todo en los últimos tiempos, era mucho más que un escritor. Escribo esta reflexión con miedo, porque cuando tal cosa ocurre, cuando un autor se convierte en icono (lo era Saramago de todas las causas izquierdistas, que lo tenían de primer firmante), el futuro tiende a perdonarlo mal. Hay una perversa fagocitación que la Historia literaria hace del lugar moral de los escritores y el caso es que las sociedades siempre han demandado tales iconos y son las que los sostienen.
 
Saltó Saramago a la fama literaria, luego de obras de menos calado, con «El año de la muerte de Ricardo Reis» (1984), que fue la novela que le dio nombre universal. Venía de la mano de Pessoa, porque uno de los heterónimos del poeta del desasosiego le había servido de emblema para un libro que era al mismo tiempo una recreación y un homenaje a Lisboa. Venir de la mano de Pessoa, en un libro transido de prosa poética, le hizo abandonar el registro realista crítico de su anterior novela, «Memorial del convento» (1982). A partir de 1986, en que publica «La balsa de piedra», y de 1991 con «El Evangelio según Jesucristo», comienza el registro que será predominante en su obra posterior: el de la fábula utópica de dimensión moral. De entre la media docena de novelas utópicas («La caverna», «El hombre duplicado», «Ensayo sobre la lucidez» cuentan entre ellas) la que sin duda pasará a la historia literaria y en la que recupera el aliento literario de la dedicada a Ricardo Reis, es su «Ensayo sobre la ceguera» (1995). Otra vez se trata de una utopía, pero que tiene la fuerza de una imagen poderosa que actúa como metáfora de una civilización, como le ocurre a las obras clásicas, y a las tragedias griegas. No en vano es el griego Platón quien ha inspirado algunas de sus más poderosas imágenes.
 
Hay algo en su literatura y estilo que debe decirse, y de lo que el propio escritor ofreció la clave en uno de sus últimos libros titulado «Las pequeñas memorias» (2007). Es el dominio del habla de las gentes, de los registros campesinos oídos en su niñez. Quizá sea Saramago el último vástago de una tradición que, aparte de sus muchas lecturas autodidactas, poseía el venero de la oralidad, que una vez se tiene no se abandona.
Lo que más me gustó siempre de él era que dominaba un ritmo del lenguaje que no era aprendido, sonaba suyo, hasta hacerte desear leerlo en portugués, esa lengua latina, hermana, que ha perdido hoy a su escritor emblemático.
 
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
CRÍTICO LITERARIO
 
http://www.abc.es/20100619/cultura-libros/espanol-escritores-portugueses-20100619.html

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